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Ladro, luego escribo 2020



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Antología de relato corto.

Pídelo a: info@malixedit
ores.com


La pandemia nos ha estropeado la vida de muchas maneras, pero gracias a ella hemos descubierto algunas ventajas. Para mí uno de estos descubrimientos fue la posibilidad de la comunicación por Zoom. Durante el confinamiento, comencé a dar un taller de narrativa gracias a la invitación de mi querida amiga, la escritora cancunense Mariel Turrent. Nunca antes di un taller de este tipo a pesar de trabajar desde hace más de veinte años en programas de literatura y creación literaria en los Estados Unidos, donde resido desde 1986. Los talleres de Malix Editores me dieron la posibilidad de conocer y colaborar con escritores que están escribiendo novelas y cuentos extraordinarios. Estos narradores me han enseñado que es posible pensar y hablar de la novela y el cuento desde el proceso mismo de la escritura y no únicamente desde la obra publicada, como lo he venido haciendo desde que tengo memoria. El diálogo con ellos me ha recordado por qué escribimos y nos desvelamos armando y tramando cuentos e historias que, por alguna razón tan misteriosa como el acto de enamorarse, consideramos deben ser compartidos.

Hay tantas maneras de leer como lectores y yo no estoy calificado para dar cátedra sobre este o ningún otro tema. Hace muchos años descubrí, como muchos de ustedes, que la lectura me daba libertad, refugio, placer y compensación por las indignidades menores o mayores que uno sufre desde la infancia temprana. En aquel entonces pensaba que había algo noble en la lectura y que los libros eran el producto del trabajo de hombres y mujeres cuyas sensibilidades e inteligencia eran superiores. Ya no pienso eso porque he tenido la buena y mala fortuna de conocer muchos, demasiados quizá, escritores y de leer miles de libros. Ahora pienso que aquellos que escribimos y publicamos nuestras obras somos ni más ni menos que cualquier otro artesano o profesional, o cualquier otro artista o técnico. Hay quien diseña páginas web o ropa, quien repara motores, quien cocina, cura perros o caballos, y hay aquellos que escribimos libros. 

Creo, pienso, siento, que los escritores hemos creado una imagen romántica y conveniente de nuestro trabajo porque manufacturamos ficciones, es decir, mentiras plausibles. Manipulamos, tergiversamos, torcemos y retorcemos el lenguaje, las ideas, los hechos y los motivos que guían las acciones de la gente que puebla nuestras páginas para poder contar la historia que queremos que ustedes lean. Esto no es malo ni es bueno, pero es necesario porque sin esta manipulación, sin este artificio, no habría acceso a aquello que uno a cierta edad identifica como libertad, refugio y posibilidad de escape o placer al abrir las páginas del libro. 

Debo reconocer a priori que hablar de libros es una tarea poblada de ambigüedades e incertidumbre. Hay demasiados libros, es imposible leerlos todos, tenerlos todos, entenderlos, amarlos. La literatura es inasible. Es un concepto que hay que desarmar, manosear, removerlo del estante para desempolvarlo, bajar del pedestal. Mientras más consideremos a la literatura como una institución menos nos ha de servir, menos placer nos brindará. Creo que este no es un motivo indigno para asumir la tarea de leer: el placer privado, casi onanista, de leer para uno mismo por el simple deseo de experimentar ese éxtasis egoísta e individual que nos aleja del mundo mientras nos une a él de una manera milagrosa e inexorable.

 

Juvenal Acosta

Oakland, California, enero del 2021.


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